domingo, 22 de diciembre de 2013

Siempre me ha parecido curiosa esa sensación que tienes cuando estás muy estresado por todo lo que debes hacer y sin embargo, mentalmente piensas en todo lo que harías si no tuvieras tanto ajetreo. Pero que después, cuando la calma regresa y vuelves a pensar en la lista de actividades que querías hacer en tu tiempo libre descubres que no quieres mover ni un dedo. Porque la pereza puede contigo, y encuentras más atractivo quedarte en la cama durmiendo, que despertarte temprano para ir a fotografiar la ciudad.
Y así pasan los días, sin cumplir ninguna, o casi ninguna de aquellas actividades, posponiéndolas para otro día, dejándolas para después ya que, al fin y al cabo, todavía quedan muchos días libres. Hasta que llega la fecha en el que el deber aparece. Es en ese momento en el que lamentas haber desperdiciado tu tiempo en esa triste cama, en vez de haberte levantado para encontrar una foto perfecta que ya nunca tendrás. Y te prometes a ti mismo que cuando regrese de nuevo la paz realizarás todo aquello que no hiciste. Te mientes. Lo sabes. Pero aún así te lo prometes.
De esta forma vuelve a comenzar el proceso. Una y otra vez. Año tras año. Envolviéndote en un bucle infinito. Del que no podrás escapar. Porque siempre hay una tarea más por hacer, siempre hay un deseo que se deja para el día siguiente ignorando que puede que no haya un mañana.
De la cama al sofá, del sofá al ordenador y del ordenador a la cama. Siempre la misma rutina que tanto odias, pero que aún con todo no tienes fuerzas para cambiar.
Y así pasa el tiempo, deseando aquello cuando no lo podemos tener y menospreciándolo cuando sí podemos tenerlo. Queriendo siempre lo imposible. Teniendo siempre esa sensación. Esa curiosa sensación.



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